El anunciado cierre de la versión impresa de La Nación ha generado una falaz cruzada por la libertad de expresión en nuestro país, incluso de periodistas que -presumo- saben que la fórmula elemental para la supervivencia de cualquier diario es publicidad más lectores. Estos últimos escaseaban hace años, salvo que se quiera entender como público lector a los madrugadores pasajeros de Pullman Bus que, junto con el pasaje, recibían un ejemplar de LN.
Otros han criticado el inminente despido de cerca de 70 periodistas que laboran en el matutino fundado hace casi un siglo por Eliodoro Yáñez, un hecho a todas luces lamentable. Sin embargo, no se puede mantener un diario por el sólo hecho que da trabajo a un buen número de profesionales, esa no es la misión principal de un medio.
También se ha fustigado contra la concentración de medios y la falta de pluralidad mediática. Pero siendo sensatos, quién se informaba por La Nación o, mejor dicho, quién la compraba si ni siquiera ya traía los resultados de la PSU. Supongo que la mayoría no lo hacía pues presumía que al ser un medio de gobierno sólo entregaba la versión más oficial, sin grandes cuestionamientos a los moradores de La Moneda ni fiscalizaciones independientes. Es triste decirlo, pero con La Nación sólo se retardaba el proceso de reciclaje de papel diario en nuestro país: se imprimía para luego reciclar ejemplares que nunca se abrieron.
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