Ayer me llamó un periodista y también hermano de la vida para decirme que había muerto Sergio Morales, unos de los fundadores del grupo Pujillay. Se había enterado por el telefonazo de un conocido locutor radial de la zona con quien nunca había tenido la oportunidad de hablar. Algo parecido, aunque con emociones distintas, me había ocurrido hace un par de años cuando, faltando poco para cerrar la edición dominical de El Observador, me llamó un periodista de El Mercurio de Valparaíso a quien sólo ubicaba como autor de textos publicados por el matutino. Me avisaba que el actor porteño Arnaldo Berríos había obtenido un prestigioso premio y me instaba a publicar una nota al respecto. No sé si ellos llevaron algo, pero nosotros sí publicamos un par de párrafos. Al tiempo conocí al gentil colega y le agradecí el dato.
Fueron precisamente las divagaciones sobre el oficio periodístico el centro de la conversación -vía chat- con otros dos amigos, quienes me comentaban que, en los días que los 33 mineros aún se encontraban atrapados, un grupo de periodistas de uno de los dos grandes diarios capitalinos tuvo como única misión el seguir los pasos de los colegas de la competencia.
Tal vez el periodismo de provincia no suela brindar golpes noticiosos ni investigaciones premiadas por las lumbreras del centralismo ombliguista. En realidad, por estos lares se adolece de muchos vicios, en especial de sueldos paupérrimos. Sin embargo, subsiste una fraternidad implícita y espontánea que opera con mayor urgencia que una instancia colegiada. La adversidad para ejercer la profesión hace que brote una singular solidaridad que comparte noticias, oportunidades de trabajo y elogios por el trabajo bien hecho. Aquí, muchas veces y con gran sabiduría, se entiende que la exclusiva no es lo que andan buscando los lectores.
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