Después la cosa se resolvió con paciencia y sabiduría salomónica. Ideamos un sistema mediante el cual todos éramos capitanes en algún momento de la semana. Así elegíamos a los equipos, que nunca quedaban contrapesados. Lo mismo para quedarse al arco (todos decíamos ser “delanteros”): a cada quien le tocaba calzarse los guantes en algún momento. Definitivamente esos eran los peores instantes.
El partido era otra cosa. El equipo se disfrazaba, día a día, de Alemania, o Italia, o Argentina. Nadie hablaba de Brasil aún –pertenecía al pasado o al futuro-. Uno era Matthäus, otro era el Totó Schillaci, otro era Caniggia. Los menos eran el “Arica” Hurtado o Rubén Martínez.
Todos tenían su gracia. El Cabezón era insuperable puntero izquierdo; el Miguel era lauchero, pero bueno; el Ceballos era todo talento; Mandinga cabeceaba como ninguno los centros que yo le tiraba; Mauro era el líbero que Chile necesitaba. Las tardes pasaban volando entre tanto talento pre-adolescente, lejos aún del embrujo de la tele; entre palomitas, chilenitas, machitas, taquitos y otras fantasías que nunca más volvimos a hacer. Puro fair-play (las patadas se castigaban con otra patada…aunque en la raja), asumido sin carga y con puro gusto, pese a las costras en los codos por tanto porrazo casual.
Doce justos. Seis por lado. Número sagrado. En otras cuadras nos miraban con envidia y más de alguna vez nos amenazaron porque nunca dejamos jugar a nadie más. “Es que no se puede”, intentábamos explicarle al pecoso picota que era el que más chuchadas nos tiraba. Pero igual llegaban a mirarnos en ese desplayo polvoriento, donde cuatro montoncitos de piedras hacían las veces de arcos, y que para nosotros era mejor que el verde pasto del Nacional.
De vez en cuando organizábamos partidos en la cancha del “Complejo”. Era un problema, porque teníamos que parchar con un arquero “bueno” (que casi siempre era mi primo basquebolista: ninguno de nosotros le pegaba al asunto) y teníamos que dejar a dos en la “banca”. Casi siempre ganábamos, y cuando no, solía ser culpa de mi primo. Pero nadie se picaba y juntos, como buenos amigos que éramos, nos devolvíamos a casa para seguir hablando de fútbol. Antes, eso sí, pasábamos por el Almacén de don Rodolfo a fiarle dos Free de litro, que tomábamos con gusto. Y que luego nuestras madres pagaban con disgusto.
Fueron buenos veranos, esos entre los 10 y los 14. Inolvidables tardes de pichangas sin tiempo y sueños sin remordimientos. Inocencia pura tras una pelota sintética –la Tango, la Etrusco-, hecha para pasto, pero destrozada entre piedras y tierra.
Después crecimos, cambiamos de colegio, empezamos a carretear y se nos fue la vida. Pocos hoy siguen jugando y ninguno se sigue viendo. Pero de vez en cuando, volvemos a ese viejo desplayo –hoy un flamante condominio- y rememoramos esa linda tradición, que poco a poco, entre edificios y cemento poco amable, comienza a jugar sus descuentos.
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